lunes, 16 de junio de 2008

De cómo aprendí a andar en bici...

Tenía 5 años. Usaba una bicicleta aurora color verde con rueditas que se había convertido en el terror de mi vecina que a escobazos me echaba cuando derrapaba en su vereda. Hasta que un día mientras miraba en la tele a los pitufos tomando chocolatada vi un comercial de montain bike. Fue un flash. Decidí que era momento de dar un paso más, hacerme hombre, afrontar los miedos e introducirme al mundo del equilibrio. Tenía que ser como esos chicos que usaban solo dos ruedas. Mi viejo estuvo de acuerdo en que ya era tiempo. Tomó la francesa y literalmente arrancó las rueditas del cuadro. Y ahí empezó la odisea. Cada 6 baldosas me daba la trucha contra la vereda. Mi vecina me miraba detrás del portón riéndose, abrazada a su escobillón, relamiéndose. Pero yo no me iba a dar por vencido, iba a aprender a andar así tuviese que usar pitucones en las rodillas hasta cuando usara bermudas. Creo que fue en el decimoquinto intento cuando apreté con fuerza el manubrio, puse mi pie sobre el pedal, me limpie la sangre de la nariz y como se deben haber sentido thelma y Louis cuando saltaron al vacio me mandé. Era increíble, me vi por primera vez manteniendo una línea recta con mi aurora verde, sintiendo al viento en la cara que me vitoreaba. Desde ese momento supe que habría nuevas emociones, nuevos sabores, nuevas experiencias pero nada superaría a mi viejo aplaudiéndome y a la vieja de a lado mordiéndose su delantal para no gritar de la rabia.

Maximiliano Pugliese

Memoria Periódica (Cuento)

Desperté, como hace semanas atrás, de un modo particular. Hoy por ejemplo no recuerdo que es una fecha. No es que olvide que fecha es hoy, no la entiendo sencillamente. Miro el calendario (eso si lo entiendo por ahora), pero como quién observa jeroglíficos egipcios. Así que no sé decir con exactitud cuando nací, que edad tengo, o una cosa más simple como si por ejemplo hoy debo ir a trabajar. Pero de todas maneras no me aterra. Hace más o menos 3 días (me gustaría precisar la fecha pero no puedo), desperté sin poder recordar nombre. Eso es algo que no genera ningún problema en la buenos aires actual donde con decir “che” o “boludo” alcanza para llamarle la atención a una persona, pero cuando subís a un taxi y necesitas llegar a una calle se vuelve un trámite complicado. Me quedé mirando por el espejo retrovisor al taxista, mudo, tratando de explicarle con muecas y señas que quería ir a Honduras y Escalabrini Ortiz. Tuve que bajar y volver a mi casa caminando. Debo admitir que es una manera especial de romper mi rutina, un desafió diferente cada día, porque cada día olvido una cosa nueva pero conservo las anteriores y así sucesivamente. Unos días atrás, creo que fue cuando descubrí mi perdida de memoria periódica, no recordaba como caminar. En una secuencia de tres pasos que incluyen apagar el despertador, salir de la cama y erguirme, terminé con la nariz contra el modular. Volví a enderezarme como un suricato pero al instante, cuando di un paso al frente, me vi abrazado al perchero. No tuve más opción que reptar hasta el baño, del baño a la cocina y de la cocina al trabajo. Estoy aprovechando este descuido de mi lucidez para escribir estás memorias (paradójicamente), porque talvez luego de mi siesta no recuerde como escribir, o tal vez más trágicamente como despertar.


Maximiliano Pugliese.

viernes, 13 de junio de 2008

Morir de felicididad / Vivir de la tristeza.

Antes de que leas este relato con la morbosidad e impaciencia característica de quién lee una nota de suicidio con el muerto tibio aun apretándola o el libro “Crónica de una muerte anunciada” (Querer los detalles de la muerte de Santiago Nasar, eso es de cruel y sádico quiero decirlo pero me declaro culpable), Debo dar aviso de que esto no es más que una reflexión; así que tu sed de amarillismo deberás saciarla en el noticiero talvez, pero aquí no. Ergo, prosigo. Lloramos cuando nos duele el alma. No sé que es específicamente que te duela el alma, pero es así. El pecho se empieza a compungir y nos da un espasmo de lágrimas. Nos drenamos penas, lavamos tristeza. A veces ayuda. En ocasiones la alegría se roba el melodrama. Nos emocionamos. Invade un calofrió que deviene en llanto. Un hermoso llanto. Porque no es amargo, es la sal más dulce. Es menor. Quizás nos pase solo dos veces en la vida. Somos dichosos cuando superamos ese número. Deberíamos considerarnos afortunados. Pero cuando naturalmente esto no ocurre y la pena nos congestiona pero en demasía, hablo de encontrar a lo cotidiano un fastidio insoportable, ver nuestro reflejo y hastiarse; tomamos ciertas decisiones. Morir de felicididad o vivir de la tristeza. No es fácil. Es de esas decisiones que se vuelve una cruz en poco tiempo. Porque como quien decide retirarse a tiempo de una ruleta para disfrutar lo poco que ha ganado o lo mucho que no le han quitado, hay quienes se quedan hasta la última consecuencia; talvez como un acto de orgullo o de penitencia. Tomemos a los samuráis. Enterraban una daga viéndose caídos, para irse con dignidad. Creo que queda a conciencia de cada uno saber elegir el momento para partir. No olvidemos que a veces lloramos de felicidad. En el momento de mayor plenitud, de felicidad absoluta (lo que nosotros consideremos que es nuestra felicidad absoluta) como un Samurai, retirarse dignamente sería una buena opción.

Maximiliano Pugliese.