viernes, 13 de junio de 2008

Morir de felicididad / Vivir de la tristeza.

Antes de que leas este relato con la morbosidad e impaciencia característica de quién lee una nota de suicidio con el muerto tibio aun apretándola o el libro “Crónica de una muerte anunciada” (Querer los detalles de la muerte de Santiago Nasar, eso es de cruel y sádico quiero decirlo pero me declaro culpable), Debo dar aviso de que esto no es más que una reflexión; así que tu sed de amarillismo deberás saciarla en el noticiero talvez, pero aquí no. Ergo, prosigo. Lloramos cuando nos duele el alma. No sé que es específicamente que te duela el alma, pero es así. El pecho se empieza a compungir y nos da un espasmo de lágrimas. Nos drenamos penas, lavamos tristeza. A veces ayuda. En ocasiones la alegría se roba el melodrama. Nos emocionamos. Invade un calofrió que deviene en llanto. Un hermoso llanto. Porque no es amargo, es la sal más dulce. Es menor. Quizás nos pase solo dos veces en la vida. Somos dichosos cuando superamos ese número. Deberíamos considerarnos afortunados. Pero cuando naturalmente esto no ocurre y la pena nos congestiona pero en demasía, hablo de encontrar a lo cotidiano un fastidio insoportable, ver nuestro reflejo y hastiarse; tomamos ciertas decisiones. Morir de felicididad o vivir de la tristeza. No es fácil. Es de esas decisiones que se vuelve una cruz en poco tiempo. Porque como quien decide retirarse a tiempo de una ruleta para disfrutar lo poco que ha ganado o lo mucho que no le han quitado, hay quienes se quedan hasta la última consecuencia; talvez como un acto de orgullo o de penitencia. Tomemos a los samuráis. Enterraban una daga viéndose caídos, para irse con dignidad. Creo que queda a conciencia de cada uno saber elegir el momento para partir. No olvidemos que a veces lloramos de felicidad. En el momento de mayor plenitud, de felicidad absoluta (lo que nosotros consideremos que es nuestra felicidad absoluta) como un Samurai, retirarse dignamente sería una buena opción.

Maximiliano Pugliese.